CREER O NO CREER, HE AHÍ EL DILEMA

(Recopilaciones diversas de individuos diversos. De gente real del mundo real. Algunos dan a conocer sus verdaderas identidades, otros la ocultan y a los más pavos los echamos al agua... onda sapeo)
apuntesinsanos@gmail.com

viernes, 11 de julio de 2008

FIN


LA POESÍA TERMINÓ CONMIGO


Yo no digo que ponga fin a nada
No me hago ilusiones al respecto
Yo quería seguir poetizando
Pero se terminó la inspiración.
La poesía se ha portado bien
Yo me he portado horriblemente mal.

Qué gano con decir
Yo me he portado bien
La poesía se ha portado mal
Cuando saben que yo soy el culpable.

¡Está bien que me pase por imbécil!

La poesía se ha portado bien
Yo me he portado horriblemente mal
La poesía terminó conmigo.

(Nicanor Parra)

ADELANTE

"Hay que apretar los dientes y seguir adelante"
Ministro del Interior
Lunes 7 de Julio de 2008.

N.N.

Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen. En Centroamérica lo asaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí, decía Jim. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita. Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde. Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquido inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto la cara de un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al volverse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente, esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera. Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.
(Roberto Bolaño, Jim)

martes, 1 de julio de 2008

ESCRIBIR

“Escribir te empuja a espacios aéreos, te convierte en un extraño, en un inadaptado. No es raro que Hemingway se volara los sesos por encima del zumo de naranja. No es raro que Hart Crane se tirase a la hélice, no es raro que Chatterton se tomara un matarratas. Los únicos que continuaban era los que escribían best-sellers, y esos no estaban escribiendo, ésos ya estaban muertos.”
(Charles Bukowski, Bloqueado)

JULIO

De Julio decimos dos cosas. Uno que siempre está cuando lo llamamos. Otra de esas cosas es que no está cuando se le necesita.
Puede no resultar muy claro, pero no es un asunto para estarlo explicando aquí. Julio tiene su manera de hacer las cosas. Es un amigo como pocos. Una vez lo vimos en Talca. Andaba en un congreso no sé de que. Nosotros estábamos de inauguración, que bien sabemos que ese tipo de manifestaciones no nos va a llevar a nada bueno. Es de no creerlo. Si dijera lo que un día, se desarma el mundo y todos quienes creen que somos de los buenos y que nunca nada malo, se caerían de espaldas. Pero ese día no se dice. Mantendremos el secreto y repetiremos el hecho una y otra vez. Tantas veces como fuese necesario.
La cosa es que nuestro amigo estaba bastante ido ese día, por decirlo así. Lo encontramos en el terminal de buses. Parecía perdido en la ciudad y a cualquiera podría pasarle eso en una ciudad con calles de números. Estaba irreconocible y eso nos dio para pensar un segundo. Pensamos. Después de eso, luego que estábamos seguros que era él, le pedimos que nos diera un mapa. Un mapa carretero.
Nos separamos del andén a una hora indefinida. Sólo sé que había algo de sol, o es lo único que puedo decir para no delatar a nadie. O para no ser sorprendido. Hay comentarios que esto existe y han querido sorprenderme. Pero la carretera avanzaba, en estas líneas y las líneas de la carretera, que en este país suelen ser blancas y más arriba son amarillas, pasado de la Concordia. El movimiento de las ruedas nos hizo terrestres y el auxiliar del bus resultó ser del barrio. Nunca lo vimos por las calles de Chillancito, pero vivía ahí. A pocas cuadras del terminal Camilo Henríquez y a alguien se parecía, pero yo no quería darme cuenta. Nadie quiso, pero todos supimos quien era cuando dijo donde vivía. Era el hermano de ella, por lo que decidimos dejar más secreto el secreto y volver al mapa, al asunto de Julio y las obviedades de esta vida.
No se sabe como es que a veces, si se fijan bien, los mapas pueden perdernos más. Julio no tenía como función proveernos de mapas, pero ese día, como a las diez de la mañana, nos dio unas pistas y algunas clases acerca de lo que sí se debía hacer y lo que no se debía hacer. Se le cayó la billetera en el camino y alguien la recogió. Intentó abrirla y lo hizo. Encontramos las boletas de servicios prestados a la Municipalidad de Hualpén y yo dije que como podía ser tan para robarme esa idea a mí, pero no me enojé porque tenía una mejor. Un proyecto de proyectos, como suelo presentarlo. Mientras que el tipo se seguía haciendo amigo de nosotros, volvimos al mapa y la máquina se detuvo. El bus se detuvo un segundo. Hacerse amigo del auxiliar tenía la ventaja de monopolizar la música. Y dijo al final que su cuñado era dueño de algún local del Barrio Estación, mucho después de esa detención que fue por ahí por San Carlos.
Tampoco supe como ni me di cuenta que Julio se fue como mareando. Se puso verde y le dimos una bolsa. Lo dejamos tranquilo en el último asiento y eso a partir de la ventaja de ser amigo del auxiliar. A esas alturas no se sabía el motivo que nos tenía de cabeza analizando el mapa que para el resto de los pasajeros no tenía mucho sentido. Para nosotros tampoco, pero se sentía bien. Estábamos bien, tranquilos.
Pusieron una película a nuestra elección. Eran las ventajas de esto. Julio se durmió y le dejaron la billetera donde mismo. Aparte de las dos cosas que dije que se decían de él, hay que agregar una tercera: siempre estaba como al medio. Lo que no significa que fuera un tipo centrado. Mucho menos que nunca quedara mal con nadie. Pero sabíamos que con respecto a la hermana del auxiliar él no tuvo la culpa de nada. Ella tampoco. Concluimos que era una ventaja poder conseguir lo que necesitáramos en momentos de tensión.
Y aunque parezca que todo esto no tiene sentido, es sólo para saludarte aunque no lo leas nunca.
¡Bienvenido Julio!